jueves, 21 de marzo de 2013

Mírame a los ojos (Relato)

2009




Me encontraba sola en el parque, sentada bajo el árbol de siempre, como todos los Sábados por la mañana. Leía por tercera vez mi novela favorita. La protagonista era risueña, dulce y positiva, como a mí me habría gustado ser. Pero estaba claro; yo era borde, áspera y negativa. Por eso me gustaba tanto leer. Sentía que al hacerlo podía ser quien quisiese, y durante mi lectura no existía nada más que el mundo que leía...


...Y volví lentamente a la realidad al ver que, sin tan siquiera decir nada, un muchacho se sentaba prácticamente a mi lado. Fijé la vista en él descaradamente, pero no pareció inmutarse. No me molestaba, pero me parecía de mala educación que se pegase tanto a mí, cuando no me conocía de nada, siendo tan grande el parque. Al darme cuenta de que me ignoraba, dejé de ponerme a la defensiva y le observé de arriba abajo.


Aparentaba unos cuantos años más que yo... y era el chico más guapo que nunca había visto. Sus ojos eran de un hermoso color azul celeste, increíblemente hermosos. Su pelo estaba despeinado, cada punta de su cobrizo cabello apuntaba a un lugar diferente. Sentí mucha curiosidad por él, ¿en qué estaría pensando? Se había tumbado en el césped. Miraba sin ver al cielo, ensimismado, como si estuviese en un mundo paralelo, como yo cuando entraba en mi mundo de libros. Mi mirada no parecía intimidarle, por lo que cerré mi libro y continué observándole, aunque con más disimulo. 


Su piel era pálida, y podían verse diminutas pecas dispersas por sus mejillas. Tenía una marcada mandíbula; y su nariz era recta, fina, perfecta. Sus brazos pasaban por detrás de su cabeza, haciéndole de almohada. Vestía ropa informal, pero elegante a la vez. Entonces mi mirada se posó en sus calcetines, cada uno de un color diferente. Abrí los ojos de par en par. Tapé mi boca con rapidez para que no se me escapara una risotada. Era un chico realmente curioso. 


En ese momento estiró los brazos desperezándose, ajeno a todo, golpeándome en la pierna. Se incorporó al momento, con gesto de sorpresa, como si acabase de advertir mi presencia. 


- ¡¡Perdona!! - gritó con nerviosismo – No me di cuenta de que estabas ahí. Te habré estado molestando. 


Durante un segundo nuestras miradas se encontraron. Me puse colorada y miré a otro lado para que no lo notase. Pero... ¿pensaba engañarme con esa escusa? Y, como siempre, se me escapó: 


- Me has parecido bastante grosero, sinceramente. 


Comencé a hacer remolinos con mi pelo, como solía hacer al meter la pata, pero no me disculpé. Me cuesta mucho contenerme, y normalmente digo lo que pienso por borde que suene, aunque en este momento no era mi intención. Ya lo hacía por inercia. Se tapó la cara con ambas manos, durante un segundo pensé que estaba realmente arrepentido. 


- Yo... - comenzó, pero enseguida le interrumpí: 


- ¡Ah! No importa. ¡Hasta luego! 


Salí corriendo sin volver a mirarle. Estaba muy avergonzada. El chico había sido algo maleducado, pero por cualquier razón, parecía arrepentido. Finalmente incluso le vi nervioso, tímido... Era el chico más dulce que jamás había visto. Y yo, para variar, había estropeado todo. ¿Por qué tenía que ser tan impulsiva? 


Entonces me di cuenta de que no sabía su nombre, como si aquello importara. Me giré rápidamente, pero él no se encontraba allí. ¿Se habría sentido mal? Intenté no pensar en ello y continué andando. 


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Al día siguiente fui al parque como una tonta, porque quería encontrarle y disculparme. Me senté en el mismo lugar de siempre, a la misma hora. Eran las únicas pistas que tenía de él. Llevaba el libro de ayer, pero ni siquiera lo abrí. Buscaba su rostro en el parque: estaba segura que con solo una mirada le reconocería. Quizás ayer fue de casualidad, quizás no volvería allí, quizás no se acordaba de mí. Todo aquello me dolía, aunque no entendía por qué. 


No había pasado demasiado rato cuando le vi, caminando lentamente hacia donde yo me encontraba. Por un segundo creí que me había visto... ¡No, "creí" no! ¡Estaba segura! Me había visto, pero se sentó en el árbol de al lado. ¡Qué grosero! Le miré con rabia contenida. Entonces me di cuenta. Él no tenía por qué sentarse junto a mí, ni siquiera saludarme, porque no tenía nada que ver conmigo, incluso podía estar molesto por lo del día anterior. 


Le contemplé entre suspiros durante casi una hora. Parecía triste, y miraba embobado en una misma dirección, como si su mente estuviese en su propio mundo. Me marché sin decirle nada. 


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Al Sábado siguiente, como de costumbre fui a "mi" árbol a leer y tomar el aire. Aquel día elegí bien el libro, uno que me interesaba bastante. No quería que me pasase como el Sábado anterior, ni tampoco pensar en aquel muchacho de ojos celestes. 


Comencé a leer con entusiasmo, olvidando el tema por completo... pero tuve que levantar la mirada al notar a alguien sentado a mi lado. Era él, estaba claro, pero me obligué a pestañear varias veces para asegurarme. 


- ¡Eh! ¡Eres tú! - grité, apuntándole con un dedo. 


Se giró hacia mí, sonriente. 


- Me alegra mucho volver a encontrarte. Siento lo del otro día, no era mi intención, estabas tan silenciosa que no me di cuenta de que estabas ahí... 


Estuve a punto de soltarle algo grosero, muy grosero, pero me lo tragué (el conjunto de aquellas palabras estaba algo asqueroso). Tras digerir esas palabras que no había dicho intenté ordenar mis pensamientos, no entendía nada. Me olvidé por completo del Domingo anterior, en el cual no me había dirigido la palabra. Ahora me sonreía con sinceridad, aunque sin mirarme directamente a los ojos. Intenté romper el silencio. 


- Bueno, ¿cómo te llamas? 


- ¿No estás enfadada? - parecía sorprendido - El otro día dijiste que te molesté. 


- No, no me molestabas. - dije con brusquedad - ¿Cómo te llamas? 


- Ángel, ¿y tú? 


Mi corazón se aceleró al escuchar su nombre. 


- Ángel... - lo pronuncié como si se tratase de una palabra mágica, como si al decirla fuese a ocurrir algo especial - Eh... - dudé durante un segundo - ¡Ah! Me llamo Diana. 


Él comenzó a reír fuertemente. Su risa era algo ronca, todo lo contrario que su voz normal, pero le hacía parecer gracioso. 


- ¿Se puede saber de qué te ríes? - le miré directamente a los ojos, para intimidarle, aunque no dio resultado. 


- Me ha hecho gracia cómo lo has dicho, tu tono de voz. Se me da muy bien saber el estado de ánimo y los pensamientos de las personas solo con escucharlas, aunque ya te harás una idea. 


<<¿Por qué iba a hacerme a la idea?>> Pensé. Continuó hablando. 


- Estoy completamente seguro de que eres una buena persona, tienes una dulce voz, a pesar de que hablas algo malhumorada, tus sentimientos son buenos. 


Me puse roja hasta la raíz del pelo. 


- ¡¿Pero qué dices?! - grité - Tú estás un poco chiflado... - conforme hablaba me arrepentía, pero sentía la necesidad de soltarlo todo - ¿Sabes? El otro día te vi acercarte. Yo quería disculparme, ¡por eso había venido! Pero tú te sentaste en aquel árbol, y... 


Yo seguía hablando y hablando, sin darme verdadera cuenta de que él estaba con los ojos cerrados, escuchándome atentamente. En algún momento me fijé, era rara su actitud, pero no le di importancia. De repente me puso un dedo en los labios para que dejase de hablar, y por primera vez me miró directamente a los ojos, con rostro serio. Me quedé sin aliento. 


- No puedo creerlo - se limitó a decir. 


Liberé mis labios de su dedo para poder reprocharle. 


- ¿No te crees qué? ¿Qué haces? ¿Y no te disculpas? Estoy segura que... ¡Bah, no entiendo por qué me preocupo tanto lo que me pueda pasar contigo! 


- Mírame a los ojos, Diana. 


Mi nombre en su boca sonaba mucho más dulce de lo que jamás me había parecido. 


- Eso hago, ¿o es que no lo ves? - volví a hablar mal, sin pensar. 


Le miré atentamente. Estaba a escasos centímetros de mí, aún con su vista fija en la mía. Notaba su aliento en mi rostro. Yo seguía bastante nerviosa por la situación, pero me concentré en hacer lo que me pedía. Era... una extraña sensación. Como si me mirase sin ver. Primero me fijé con detenimiento en uno de sus ojos, después en el otro. Eran realmente hermosos; pero no, no miraba directamente los míos. 


- Tengo que irme - dije en un susurro. 


No podía ser. No quería creerlo. Me levanté rápidamente y me dispuse a salir corriendo, pero Ángel me agarró del brazo, con unos reflejos increíbles. 


- ¿A dónde vas? ¿Qué te pasa? ¿De verdad no te habías dado cuenta de que soy ciego? 


Aquella palabra me dolía en el alma. Me di cuenta que ahora miraba al frente, a cualquier parte. 


- ¡¡No sé qué me pasa!! ¡¡Y no, no me había dado cuenta!! ¡¡Discúlpame, pero tengo que irme!! 


Ángel soltó mi brazo, agarró del suelo un largo palo metálico y se fue lentamente en dirección contraria a la que yo debía tomar. A cada paso que daba se aseguraba de que no había nada delante, que no atropellaba a nadie. Di media vuelta y me fui corriendo. 


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Tardé dos semanas en volver a aquel parque, pero allí estaba yo, con mi libro bajo el brazo camino a su encuentro. Porque esta vez iba exclusivamente para verle a él. Cuando llegué ya estaba allí, sentado en el árbol de siempre, mirando al cielo sin ver. ¿Cuántos días habría ido allí a esperar? Porque estaba esperando, eso seguro. 


Le miré unos segundos. No me atrevía a decir nada, no sabía cómo saludarle. Suspiré. 


- ¿Diana? 


Me quedé de piedra, sin palabras. 


- ¿Me has oído? 


Se levantó con rapidez, sonriente. 


- ¡Creía que no volvería a saber nada de ti! ¿Cómo estás? 


Aún me dolía ver cómo sus ojos apuntaban en cualquier dirección, aunque siempre trataba de dirigirlos hacia mí. ¿Por qué no me había dado cuenta antes? 


- Eh... Después de lo mal que me he portado contigo, ¿me preguntas que cómo estoy? ¿Te burlas de mí?- mi tono era brusco, como siempre. 


- Me interesa saber cómo estás. Me pareces una chica interesante, ¿sabes? Además, también he pensado que has podido estar mal por culpa mía. 


- No digas tonterías... - me puse colorada, y como si pudiese verme, me tapé un poco la cara con un gesto de la mano. 


Volvió a reír de forma ronca. 


- Me apuesto lo que sea a que estás colorada - puso una de sus manos en mi mejilla -. Las tienes ardiendo, eso seguro. 


Le di un manotazo para quitármelo de encima. 


- ¡¡O tú estás congelado!! 


A pesar de mi mal carácter y mi enfado, él continuaba riendo. 


- ¿Te apetece que nos sentemos un rato? - dijo, apuntando con un dedo al suelo. 


Suspiré y lo hice sin contestarle. Él me imitó y se sentó pegado a mí. Al darse cuenta, se alejó un poco, con cara de disculpa. Estuvimos unos cuantos minutos en silencio. Él miraba sin ver al cielo, como siempre, y yo le miraba a él. Me pregunté en qué pensaba Ángel, ya que yo pensaba en él. Quería preguntarle muchas cosas, pero no podía ser maleducada. No sabía cómo hacerlo, por lo que decidí hablar sin pensar, que se me daba bien. 


- Siento hablarte mal a veces. Oye, ¿cómo hiciste el otro día para mirarme directamente? 


Sonrió sin contestarme. Cerró los ojos. 


- ¿Ángel? En fin, eres un chico raro. A veces no te comprendo. Intento hacerlo, de verdad que sí. Pero tampoco entiendo por qué yo... ¡Bueno, ya sabes! Ángel, ¿me estás escuchando? 


Le miré por primera vez desde que había empezado a parlotear. Sus ojos estaban fijos en los míos. Volvía a estar a escasos centímetros de mí. 


- Es fácil, inténtalo - lo último que vi antes de que Ángel cerrase mis ojos fueron los suyos, de ese color azul celeste, que aún me miraban. 


- Ni se te ocurra abrirlos, no hagas trampas. Limítate a escuchar mi voz, imagíname mientras te hablo. ¿Sabes una cosa? Desde que me quedé ciego, un profesor particular viene a mi casa todos los días entre semana. No conozco a nadie de mi edad, tampoco tengo amigos de ningún tipo. A veces vengo a este parque y me tumbo en el césped. Me gusta escuchar las voces de la gente, todas son tan diferentes... Muchas veces puedo reconocer a las personas que vienen a menudo. Aprendo sus nombres y escucho sus historias. Sobretodo me gusta cuando hablan de "lo hermoso que está el cielo", de "si no se quién está muy guapo hoy", incluso que "por poco ha podido esquivar aquella caca de perro". 


Ángel se rió de aquella forma tan peculiar suya. Yo abrí los ojos lentamente, y me encontré mirando a los suyos directamente. Él todavía dirigía su hermosa, aunque vacía, mirada hacia mí. Sonreía cálidamente. 


- Muy bien, ahora intenta abrirlos. Yo creo que lo conseguirás. 


- Justo en el blanco... - susurré. 


- ¿Ves? ¡Lo sabía! - parecía feliz, sonreía de oreja a oreja - A mí me costó un poco. 


- Ajá... 


Ángel dejó de sonreir. Estiró una mano sin pensarlo dos veces y la puso sobre mis labios. Aún estaba bastante cerca de mí, por lo que dudé en lo que pretendía. 


- Lo suponía - dijo retirando la mano - Estás muy seria, tu tono de voz es diferente. 


¿Cómo se había dado cuenta? Nadie nunca sabía cuándo me sentía mal. 


- Yo soy así, hablo así, y estoy bien. 


- Diana, - puso una mano en mi hombro - para mí es fácil distinguir los diferentes cambios en la voz. No tengo otra manera para descubrir los sentimientos. Además, aunque no lo creas, tú desprendes mucho sentimiento. Me resulta sencillo saber cómo eres tan solo escuchándote. 


Tras eso me eché a llorar. No sabía por qué, me sentía identificada con él. Le imaginaba allí solo, escuchando a las personas, disfrutando de que ellos tuviesen aquello que él anhelaba. Le imaginaba sonriente, a pesar de que nadie le prestaba atención a él. Le imaginaba más pequeño, cuando seguramente perdió la vista. Asustado, pero luchador. Disfrutando con pequeñas cosas, buscando a todo un lado positivo, aun estando todo tan negro. Le imaginaba intentando recordar un color ya olvidado. 


Entonces sus brazos me rodearon. No preguntó por qué lloraba, no me acusó, tampoco me hizo sentir incómoda: simplemente me dio aquello que podía darme, y que tanto necesitaba. No sé cuánto tiempo había pasado, pero yo había dejado de llorar y seguíamos abrazados. Yo me sentía bien, y esperaba que él también. El corazón me iba tan deprisa que imaginé que él podía notarlo perfectamente. Cuando pensé que llevábamos demasiado tiempo me separé poco a poco. 


- ¿Estás mejor? - sonrió. 


- ¡¡Sí!! Perdóname, no sé qué me ha pasado. Tengo que irme. 


- Hasta luego entonces. 


- Yo... suelo venir los Sábados. 


- Lo sé - dijo dirigiendo su mirada al cielo. 


- Ah... ¡Un momento! No, ¡no puedes saberlo! 


- ¡Era broma, era broma! - dijo carcajeándose una vez más - Hasta el Sábado, Diana - con su mano buscó mi cara para, después, besarme en la mejilla. Cogió su bastón metálico y se fue, sonriente. 


Tardé unos segundos en recapacitar y marcharme. Al decir que me iba él me había imitado, lo que quería decir que estaba allí tan solo por mí... Sonreí ampliamente, con una mano sobre mi mejilla. Entonces me percaté de que no le había dado las gracias. Tarareé algo de camino a casa, tan siquiera sé qué. 


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Estaba impaciente por llegar. ¡Por fin era Sábado! Madrugué más de lo previsto inconscientemente, aunque tampoco miré el reloj al salir. Por primera vez no llevaba ningún libro, y salí de casa con una sonrisa, la cual se me borró rápidamente. ¡¡Estaba lloviendo!! Quizás Ángel ni siquiera iría en un día así. Cogí el primer paraguas que encontré. Era rosa, de Hello Kitty, y lo odiaba. Por un momento pensé en qué me diría él al verlo, ya lo imaginaba con su risa ronca, hasta que recapacité, ¿verlo? 


No podía quitarme el pensamiento de que Ángel estaba ciego, era algo que me dolía en el alma, pero sin embargo en las cosas más estúpidas no lo incluía. Incluso me había arreglado para él. 


Salí de casa con estos pensamientos rebotando una y otra vez en mi cabeza. Aceleré el paso conforme me acercaba al parque. Como la vez anterior, Ángel ya se encontraba allí cuando llegué. Tenía paraguas, pero estaba cerrado. Se sentaba sobre el césped húmedo y se mojaba con las gotitas que se filtraban desde las hojas de nuestro árbol. Estaba sonriente. Me senté junto a él sin decir una palabra. 


- ¿Diana?

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